Son cada
vez más las personas que ensalzan la tolerancia como bandera del diálogo y la
buena convivencia. Parece que se nos ha olvidado el significado de la palabra
tolerar que, según la Real Academia de la Lengua, consiste en sufrir, llevar
con paciencia, permitir algo que no se tiene por lícito sin aprobarlo
expresamente.
Esto
supone que existe una persona que posee la verdad, el correcto camino para la
perfección, y que esta persona “tolere” las opiniones de los demás, aunque crea
que son erróneas. Si partimos de esta situación de superioridad, nunca
llegaremos a un entendimiento fructífero.
La defensa de la tolerancia es un ejemplo más de la obsesiva primacía de lo individual sobre lo común a todos los seres humanos. Supone una posición de poder en la que una persona “permite” a la otra manifestarse, expresar sus pensamientos. En realidad, se trata de un paso intermedio entre el absolutismo de pensamiento y la verdadera libertad de expresión. El único camino para la convivencia y la sana relación consiste en construir espacios de encuentro en donde mirarse en el espejo de las diferencias del otro. Porque sin el “otro” nosotros no sabríamos quiénes somos.
El problema de primar la tolerancia en las relaciones humanas aparece en las situaciones límite. En el momento en el que existe un problema, todas estas cosas que se permiten pero que no se consideran lícitas, salen a la superficie en forma de confrontación.
De ahí
que asistamos a la guerra de las religiones, al conmigo o contra mí. Esta
inestable situación de tolerancia no es más que una guerra fría con modales
ingleses del siglo XIX. No pasa nada porque el niño se deje el pelo largo, hay
que entenderlo, es joven. Pero cuando el padre se queda sin trabajo y llega a
casa de mal humor, el pelo de su hijo parece una buena excusa para descargar
todas las iras.
Tolero
que mi vecino del sexto lleve turbante, aunque he de reconocer que no me gusta.
Ataquemos la raíz del problema. Acerquémonos a nuestro vecino para preguntarle
por qué lleva ese turbante y qué significado tiene para él. Quizá así
descubramos que sólo es una forma de sujetarse el pelo, igual que muchas
mujeres utilizan un moño.
Si
aceptamos que no estamos en la posesión de la verdad y erradicamos los
prejuicios que existen sobre el “otro”, podemos empezar a comprender su manera
de ver el mundo. Quizá no sea mejor que la nuestra, pero no podemos partir de
que no lo es. Seguro que encontramos muchas cosas valiosas para incorporar a
nuestra vida.
La
fuente de muchos divorcios nace de una situación en la que ambos toleran
durante años actitudes que luego acaban por no soportar. La única manera de
construir una convivencia es a través del diálogo y de pequeñas concesiones que
faciliten la armonía. “Yo soy como soy y no pienso cambiar”, pero tampoco te
voy a exigir a ti que cambies porque soy tolerante. ¿Existe alguna forma mayor
de desencuentro?
Esto no significa caer en el todo vale, ni el relativismo moral. Se nos ha impuesto la tolerancia hasta niveles absurdos. ¿Se puede tolerar la pena de muerte? ¿Podemos tolerar que muchos de los países que forman parte de la ONU hagan caso omiso a los derechos fundamentales del hombre?
Seamos
intolerantes con la tolerancia. Todos los meses asistimos a reuniones de
organismos internacionales en las que los grandes mandatarios escuchan con
educación las opiniones del resto, toleran con respeto lo que tienen que decir,
para después exigir que hagan lo mismo con las suyas. Quizá si no se le
“tolerase” tantas veces a Estados Unidos que deje tratados sin firmar (el
Tratado Antiminas, los Acuerdos de Kioto, los Derechos del Niño, el Tribunal
Internacional), el mundo iría mejor. ¿Es que se puede tolerar que niños de
menos de 8 años trabajen 14 horas diarias? ¿Es permisible que miles de personas
se mueran porque no pueden pagar medicamentos sujetos a patentes?
El mundo
iría mucho mejor si, en lugar de tolerar las opiniones de los otros, buscásemos
espacios de encuentro entre todas las posiciones para encontrar un camino
común.
Fran
Araújo
Periodista
y director de cine
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